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Carmen Márquez, catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales por la Universidad de Sevilla

Carmen Márquez, catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales por la Universidad de Sevilla

Mamen y retrato Nelson Mandela

“Todos somos consumidores globales y, de alguna forma, también cómplices de los abusos que puedan cometer las empresas para abaratar costes” explica Carmen Márquez, catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales por la Universidad de Sevilla. Carmen Márquez ofrecerá hoy la conferencia inaugural del I Congreso Nacional de Investigación ‘Empresas y Derechos Humanos’, organizado por la Fundación Cepaim y la Plataforma de Innovación Social de la Universidad de Murcia, con la colaboración de la Fundación Cajamurcia.

Su conferencia trata de la responsabilidad de las empresas transnacionales en materia de derechos humanos. Muchos pensarán que habiendo tantas injusticias sociales en nuestro propio país por qué preocuparse de las que se comenten fuera. ¿Qué les diría?

Creo que es una sensibilidad razonable, a lo que le respondería citando a mi maestro, el profesor Juan Antonio Carrillo, que los derechos humanos están en los espacios más pequeños de nuestra actividad cotidiana, en la fábrica, en la escuela, en la familia, porque si no están allí, no están en ninguna parte. La responsabilidad de las empresas en relación con los derechos humanos, incluyendo las grandes empresas transnacionales, pero también las medianas y pequeñas empresas, empieza de puertas para dentro, en nuestro propio país. Y no olvidemos que enfrentamos todavía muchos problemas en España en relación con el respeto de los derechos humanos por parte de los actores empresariales. Pensemos en derechos laborales básicos, como la libertad sindical, la negociación colectiva, o la no discriminación. Pensemos en los problemas que todavía enfrentamos las mujeres en relación con el acceso al trabajo y el ascenso en nuestra carrera profesional. O pensemos en los cuestionamientos públicos recientes sobre el posible impacto negativo de las operaciones empresariales sobre el medio ambiente, que también afecta al goce de los derechos humanos. Quizá es precisamente a causa de las injusticias sociales en nuestro propio país que debemos precisamente preocuparnos de la cuestión de las empresas y los derechos humanos.

Ahora bien, esta agenda también tiene ramificaciones evidentemente internacionales, que creo que también deberían preocuparnos por una serie de razones. Somos todos consumidores globales y, de alguna forma, también cómplices de los abusos que puedan cometer las empresas, por ejemplo, para abaratar costes. Si paseamos por un mercadillo y encontramos un par de zapatos fabricados en China que cuestan dos euros, no deberíamos interesarnos únicamente por el precio tan barato, sino también por las condiciones de explotación laboral o los salarios de miseria gracias a los cuales probablemente hayan sido fabricados a tan bajo coste. Y podríamos seguir tirando del hilo. El dinero de nuestros ahorros es utilizado para financiar operaciones empresariales en el exterior. Incluso, si lo pensamos bien, el dinero de nuestros ahorros, gracias al cual el Estado promueve la actividad transnacional de nuestras empresas a través de créditos para la importación y otros mecanismos o apoya a determinadas industrias, como la armamentística. La cuestión no es fácil pero, desde luego, no podemos olvidar que, en un mundo cada vez más globalizado, la responsabilidad es también global.

¿Cree que el fenómeno de la globalización ha tenido alguna influencia con respecto a la vulneración de los derechos humanos?

Sí, indudablemente. Desde el punto de vista de los derechos humanos, la globalización se ha mostrado como un proceso ambivalente. Por un lado, la globalización ha traído enormes ventajas pero, al mismo tiempo, ha generado nuevos retos y nuevas pautas de violación de los derechos humanos. De hecho, la agenda de las empresas y los derechos humanos parte de la constatación de que la globalización ha traído consigo, básicamente, un serio vacío de gobernanza. Los gobiernos promueven la inversión bilateral y luego culpan a las empresas transnacionales, o al sistema capitalista a secas, de todos los males. Las empresas, por su parte, se benefician de las debilidades institucionales de los Estados en los que operan, y luego se justifican diciendo que operan cumpliendo la “legalidad vigente”. Pero, ¿quién paga los platos rotos cuando alguien sale mal y se producen impactos negativos sobre los derechos humanos de la población local? La lección que hemos aprendido es que muchas veces estas violaciones quedan impunes y las víctimas no reciben reparación alguna. Es precisamente ahí donde se pretende intervenir para colmar los vacíos de gobernanza que ha traído la globalización, que en el fondo son espacios globales de impunidad.

¿De quién es la responsabilidad de garantizar el cumplimiento de esos derechos?

Ésa ha sido precisamente una de las cuestiones que más se han debatido en el seno de Naciones Unidas a lo largo de las últimas décadas, a partir de los años 70 del pasado siglo. Hoy se ha conseguido llegar al consenso de que se trata de una responsabilidad compartida entre los Estados y las propias empresas.

Eso no equivale a decir evidentemente que las empresas tienen las mismas responsabilidades que los Estados. Se trata de responsabilidades diferenciadas. Los Estados son los últimos garantes de los derechos humanos de sus ciudadanos y de sus ciudadanas y, en consecuencia, tienen el deber de protegerlos frente a posibles vulneraciones de estos derechos derivadas de las actividades empresariales en sus respectivos territorios.  ¿En qué se traduce eso? Básicamente, los Estados deben adoptar marcos regulatorios para prevenir el impacto negativo de las empresas y exigirle responsabilidades en caso de abusos, y tiene que ejercer una supervisión efectiva de las actividades empresariales.

Por su parte, las empresas tienen el deber de respetar los derechos humanos, que implica que deben evitar que, a través de sus operaciones, ya sea de forma consciente o inconsciente, se puedan vulnerar los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Esto puede llevar a requerir niveles mayores de prevención y control de riesgos sociales y ambientales que superen a los exigidos por la legislación nacional de los países en los que operan. Se trata, en realidad, de una cuestión de diligencia